LADY LAURA, MI ÁNGEL DE LA NOCHE
Intro: Canción Calle Luna Calle Sol
Mete la mano en el bolsillo
Saca y abre tu cuchillo y ten cuidao
Pónganme oído en este barrio
Muchos guapos lo han matao
Calle Luna, calle sol.
Oiga señor si usted quiere su vida
Evitar es mejor o la tienes perdida
Mire señora agarre bien su cartera
No conoce este barrio aquí asaltan a cualquiera
Camina pa'lante no mires para el'lao.
¿Quién no ha escuchado esta canción antes? Calle luna, Calle Sol.
¿Cuántas calles lunas, calles sol habitan nuestra ciudad?, en el este,
en el oeste, en el centro, y aquí a unos cuantos metros tenemos el famoso callejón
la puñalada. Famoso por lo peligroso, porque lo atraviesa la droga, la
delincuencia, la explotación sexual con las sombras que llegan al anochecer.
Y a solo dos cuadras Lady Laura y yo teníamos nuestra propia Calle Luna,
Calle Sol.
Pero esta historia
comienza a mis 15 años, en ese entonces mi mundo se desmoronó, huí de mi país,
no por aventura, sino por necesidad. Las instituciones que debían protegerme, a
las que acudí desesperadamente ante la violencia que viví en mi adolescencia, simplemente
me ignoraron. Me sentí desamparada, sin el apoyo que esperaba de mi familia, y
el exilio se convirtió en mi única tabla de salvación.
Hoy después de pasados 30 años, de haber estudiado derecho, de entender
el proceso migratorio de los venezolanos en el exterior, me doy cuenta que sí,
fui de alguna forma refugiada, y me costó mucho entenderlo, es que a una le
cuesta reconocerse víctima, una cree que la cosa no fue tan grave. Yo intenté
por lo legal todo antes de salir, cuando me vine, recibí el abrigo y protección
de mi tía por un tiempo, no hubo tiempo para arreglar papeles, no sabía que me
iba de mi país y que no eran unas simples vacaciones, que dejaba todo atrás, a
mi Nona, mis hermanas quienes corrían riesgo, que dejaba atrás mi colegio, mis amigos,
costumbres, lugares, hobbies, que dejaba atrás también lo que amaba la danza,
el básquet, el ciclismo, que dejaba atrás aquellos amores mojigatos de
adolescente.
Migrar no fue solo
cambiar de país, fue aprender a sobrevivir en un mundo que muchas veces parecía
no tener lugar para mí, dónde aunque estaba en la casa de mi tía y con mis
primos, yo me sentía tan vacía, tan fuera de lugar, desde entonces empecé a
llenar ese vacío con lo que desde entonces aprendí a llenar de forma
compulsiva, mucho trabajo y estudio, estudiar me daba un propósito, me brindaba
una esperanza, me sacaba de la depresión, sentía que si no estudiaba y
trabajaba muchísimo me hundía en la más profunda depresión del desarraigo.
Llegué a Venezuela con
la esperanza de construir un futuro distinto, pero la realidad fue más dura de
lo que imaginaba. Trabajé muy duro muy joven, tarde algunos años en sacar los
papeles para terminar el bachillerato y luego estudié un TSU, con el tiempo conseguí
una beca en la Universidad Católica Andrés Bello, allí comencé a estudiar Derecho
en la noche, tenía que trabajar todo el día en una empresa que me pagaba la
universidad y con la que podía mantenerme pagar la renta, la comida, el
transporte y mis cosas. Salía de clase pasada las diez de la noche y llegaba a
Plaza Venezuela cerca de las 11 pm, tenía que recorrer dos cuadras por la
avenida casanova y luego bajar una cuadra, esa última cuadra era larga,
solitaria y peligrosa. Esa calle se convirtió en mi prueba diaria de valor y
miedo, era lo más parecido a la canción de salsa “Calle Luna, Calle Sol”.
Cuando tenía algo de
dinero, pagaba un taxi para evitarla, aunque solo tenía que recorrer esa corta
distancia. Recuerdo que debía tomar el taxi desde la esquina, porque al pedirlo
desde más lejos la carrera salía más cara, entonces parecía absurda tomar un
taxi y debía explicar por qué era tan corta. Los taxistas, al pasar por esa
zona, entendían el peligro y muchas veces, sin que yo lo pidiera, no me
cobraban. Pero incluso ese acto de “protección” podía ser un riesgo: no sabías
nunca quién estaba realmente detrás del volante o qué intenciones tenía. Cuando
no podía pagar, no me quedaba más remedio que caminar.
Caminaba con miedo,
sí, pero también con la determinación de llegar a salvo. Rezaba en silencio,
tomaba aire profundo me acomodaba el morral pesado atrás con los 10 kilos de
libros y leyes, y sabía que, si en algún punto un carro o alguien se me
acercaba en mitad de esa cuadra, tendría que correr pues en el mejor de los
casos me asaltarían y en otros me podría ser asesinada de un puñal o un tiro y
en esto no exagero en lo más mínimo pues ocurrió muchas veces en aquella calle,
las palpitaciones se aceleraban, mis manos sudaban y el miedo se encendía con respiraciones
rápidas y cortas, era una sensación que me paralizaba y me ponía en alerta
total, el cuerpo listo para huir o defenderse.
Pero encontrarme a
Lady Laura en la calle me daba un inmenso alivio y paz. Ella era mi sitio
seguro ante esa calle larga y gris. Su presencia era un bálsamo en medio del
caos, Lady Laura conocía a todos los jibaros y maleantes de la zona, y con una
mirada firme y una voz gruesa que imponía respeto, me decía: “Dale flaca,
camina que yo te cuido”. Era ella, y no mis compañeros de universidad, quienes
se declaraban acérrimos defensores de los derechos humanos, todo ello desde la
comodidad de sus privilegios, quienes hablaban varios idiomas y participaban en
las competencias de los modelos de las
Naciones Unidas y traían premios a la universidad, mis compañeros, aspirantes a
altos cargos en la ONU, andaban en autos de lujo y se movían en círculos
cerrados de clase alta, algunos de ellos con padres famosos que ocupaban cargos
de jueces, magistrados y dueños de afamados escritorios jurídicos, nunca me
ofrecieron una cola al terminar las clases y yo era tan orgullosa de saberme ajena
de su círculo que jamás se las pedí. Para ellos, los derechos humanos parecían
ser un derecho exclusivo de una minoría blanca y acomodada, aquella de quienes recientemente
en ese entonces habían perdido poder político, pero no eran derechos humanos o desconocían
que estos se extendían hacia las personas afrodescendientes, migrantes, con
escasos recursos, y mucho menos hacia las personas sexo diversas, a esa clase
este tipo de gente eso les hiede, a ellos esos derechos para ellos parecían no
existir.
A veces, me pregunto,
si hay alguna materia que pueda enseñar un poco de humanismo a estas personas
tan enajenadas de tal. O si hay una forma de inyectárselas para que no sean tan
miserables, y no solo quienes estudian o ejercen derecho, a los economistas, a
los ingenieros, a cada persona, incluso a funcionarios públicos una buena dosis
para que puedan trabajar mejor y no ser tan indiferentes.
Ahh pero, a lo que
venía, a hablar de Lady Laura, quien en cambio, me enseñó que la verdadera
lucha por los derechos humanos es la que nace de la experiencia de vida, de la
empatía, de la sororidad y del compromiso con quienes más sufren la exclusión y
la violencia. Lady Laura, probablemente no tuvo la oportunidad de estudiar, su
identidad y expresión de género hacía que esta sociedad la excluyera de todo,
de educación, de un trabajo digno, de un cambio de nombre, de seguridad social,
de la posibilidad de tener una familia y de tener los derechos que todas las
personas heterosexuales tenemos. Pero la noticia que cambió todo llegó un día
como cualquier otro: Lady Laura había sido ahorcada en el Hotel Luna, justo en
la cuadra que yo recorría todas las noches. Nunca dieron con el asesino. Fue un
femicidio por odio, por su condición de mujer trans. Ese año, la violencia
contra personas trans se disparó en Venezuela, y Lady Laura fue una de muchas
víctimas de una crueldad que intenta silenciar nuestras voces.
Hace poco vi una
película en un cine foro, un documental que me impactó profundamente: *Orlando,
mi biografía política*, de Paul Preciado. Basada en la novela de Virginia
Woolf, la película narra la autobiografía de varias personas LGBTQ+ que
interpretan, desde sus propias experiencias, al mismo personaje que cambia de
sexo. Esta obra muestra, con creatividad y valentía, cómo es vivir siendo
diferente en un mundo heteronormado, patriarcal, violento y excluyente. Me
llamó la atención la historia de Koriangelis Brawns, una mujer trans venezolana
que tuvo que migrar a Europa para salvar su vida, huyendo de la ola de
femicidios contra personas trans en Venezuela. Al escuchar su historia, no pude
evitar recordar a Lady Laura, mi ángel de las calles caraqueñas. La memoria de
Lady Laura y la voz de Koriangelis me impulsan a seguir luchando, contar estas
historias y exigir justicia y respeto para todas las identidades. Porque el
feminismo que quiero es uno que abrace a todas las mujeres, sin excepción, y
que transforme el mundo en un lugar donde nadie tema caminar de noche. Ningún
Estado, ninguna policía, ningún hombre, ninguna fiscalía ni siquiera el Derecho
mismo han sido hasta ahora nuestro refugio. En las sombras de la noche, en el
eco frío de las calles, en la indiferencia de quienes deberían protegernos,
aprendemos que la seguridad no se nos regala: se construye con manos amigas,
con miradas cómplices, con voces que se entrelazan en un solo canto. Nos cuidan
y nos rescatan otras mujeres, tejedoras incansables de sororidad y ternura,
guardianas de un amor que desafía la violencia y la indiferencia. Es en ese
abrazo colectivo donde encontramos la fuerza para seguir, la esperanza para
sanar, la luz para caminar sin miedo. Debemos arrancar de raíz la idea tóxica
de la competencia, ese veneno patriarcal que nos divide y nos enfrenta. Solo
cuando aprendamos a mirarnos con compasión, a sostenernos con solidaridad y a
caminar juntas en el mismo camino, podremos transformar el mundo. Un mundo
donde ninguna mujer sea una sombra más en la oscuridad, donde ninguna Lady
Laura pierda la vida, sin justicia, y donde la libertad y la seguridad sean el
derecho sagrado de todas.
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